papalotes
qué fácil, cómo se sostenía ese rombo rojo, esa sombra que flotaba en un azul como de mantel, pasando tan cerca del sol que de seguro iba a quemarse. pero no se quemaba, seguía yendo y viniendo, subiendo y bajando, luciendo tan frágil. se parecía más bien a un ave llamada papalote, que a esa cosa de papel, tan flaca y tan endeble y roja, que de un momento a otro iba a venirse abajo, y nada. pero esa era su maravilla, y de verdad que era maravilloso ese rojo rombo de colibríes, y nosotros tan abajo, como si el cielo fuera un lugar para caerse y el rombo colgara de su hilo y el hilo de mi mano. aquí era un poco más seguro, pero había siempre el horror de que las cosas se voltearan y quedara yo colgando del rombo, oscilando sobre inmensos azules o verdes. ojalá que apareciera tere para verlo. papalote era todo; y yo y mi hermano carlos a quien algo le tenía molesto, y el coche estacionado y el árbol quemado por un rayo, y tere aunque no estaba y los pájaros yéndose muy lejos. esto pensaba la gente cuando decían haz con tu vida un papalote. qué bonito, qué hilo largo, cómo se sostiene.
david había llegado en su coche después de comer, así que no alcanzó a cantarle las mañanitas a carlos, pero sí le trajo su regalo. david siempre llega tarde, pero se compensa por cosas así. lo raro es que esta vez me trajo un regalo a mí también, y le dije gracias y le di un abrazo y no entendía. son papalotes, me dijo cuando los sacamos de las cajas, le hice uno a cada quién. a mí me había tocado uno azul y a mi hermano el rojo. pero entonces carlos me dijo el azul lo quiero yo, y se lo di, porque era su cumpleaños.
después david nos llevó en su coche a la explanada –un terrenito con mucho pasto y un árbol muy alto y quemado, muy cerca de donde vivíamos– y ahí david nos enseñó a volarlos. primero teníamos que salir corriendo, como si nos correteara alguien, y poco a poco dejar que el papalote fuera alejándose.
el mío se levantó muy rápido, como aleteando o como cayéndose hacia arriba, pero el de carlos se quedó ahí, en sus manos. llegó corriendo hasta el final de la explanada y ni un aleteo. lo intentó un par de veces más, y nada pasó, excepto que él se puso a llorar y a acusarme de que yo le había robado el bueno, el pájaro que sí volaba. se llaman papalotes, carlos tonto. rápido fue david a consolarle, a decirle álvaro no hizo nada, a enseñarle cómo tenía que volarse un papalote. sí, que se lo lleve, que haga con su vida un papalote, pero que así se quede, y no atrás del árbol, o tendido en el pasto, así no.
corríamos luego sin papalotes en las manos, y cuando corríamos ya los habíamos olvidado casi por completo, y era justo porque ya empezaba a oscurecer y david nos había dicho que de noche los pájaros no vuelan, y porque a esa hora el juego era más bien el de buscar dónde esconderse, y de ser posible esconderse con tere o muy cerca de ella, y no pensar en rombos y aleteos, porque tere, cuando corría, o más bien, después cuando estaba escondida y respirando mucho, parecía conejo, y en eso algo había de fascinante. entonces yo cuidaba de escondernos muy bien, no porque me preocupara que carlos nos encontrara o no, sino porque mientras mejor nos escondiéramos, más tiempo podría verla y escucharla respirando, asustada, y no importaba si el juego duraba media hora más o para siempre. desde donde estábamos, podíamos ver a carlos que iba y venía, lo distinguíamos por su camisa roja aunque ya estaba oscureciendo. veíamos que estaba muy enojado, y se enojaba más mientras más niños se le iban de las manos y corrían a la base para contarse. era como un coyote, como un lobo, que apenas salía de su cueva o de su jaula. ¿ya salimos, álvaro? no, tere, no, porque los lobos se comen a los conejitos.
¿por qué se enojó tanto? seguro todas las cosas que empiezan allá arriba terminan acá abajo, hechas trizas tras del árbol. al menos ésta sí. nadie andaba pensando ya en el rombo rojo, todos escondidos y jadeantes como estábamos, pero también furiosos. y fuimos a escondernos, pero ya no tan de juego, y sólo uno de nosotros, porque el otro lo buscaba, y el que se escondía estaba detrás del árbol, temblando, y el otro aparecía entonces, le veía, se quedaba inmóvil, también temblando, también sin dar un paso, y era el peor momento, porque ya no importaba quién comía -------, quién huía, quién tenía pedazos de papel entre las manos, cosas rojas, pedazos de roedores o de pájaros.
por cosas como esa no hay que salir, tere. mejor nos quedamos acá, donde no nos vea. pero entonces la explanada se llenó de gritos y de álvaro, álvaro, ven a agarrar a tu hermano, que se está madreando al césar. entonces sí bajé de un salto y tere detrás de mí. vimos desde lejos el color de su playera, que ya era más bien marrón, porque ya era tarde, y también era marrón la mancha en la cara de césar. cuando levanté a carlos, a ese lobo, también a mí me aventó la mordida, su puño me cayó en la sien, y en el cuello su rasguño. dio conmigo en el suelo, y ya teniéndome ahí me dio todavía una patada en el costado y otra en la cara. se fue corriendo, pero yo ya no supe a dónde, porque la boca me sabía a sangre y no sabía siquiera dónde era arriba y dónde era abajo.
haz de tu vida un papalote, un rombo que flota en otro mantel más oscuro, aunque ya tan de noche no se ve muy bien por dónde se va. a veces una rama, a veces una piedra, o un paso dado con demasiada prisa. tierra en la boca, sangre porque se muerde la lengua, pero hay que levantarse y seguir corriendo y esperar los aleteos y no ver nada. el rombo allá arriba casi no se ve, no se le escucha aletear. pero tampoco se le escucha caer, sigue pendiente allá arriba de su hilo, sigue volando, y volando hasta que se lleve el hilo entero y termine quién sabe dónde, atorado entre las ramas de un árbol o abismado. porque nunca se quedan las cosas así. lo que sube, baja y se hace trizas. un puñetazo exige otro de vuelta.
el momento peor es el más largo. toda la boca sabe a sangre, se está mareado. cerca está tere y ya no parece conejo, ya salió del escondite, ya perdió toda la gracia. lo fascinante es ahora mirar hacia arriba o hacia abajo, donde es negro, mientras todo se está quieto, y se hace de la vida un papalote. algo late en la cabeza furiosamente, se jadea. se está sobre lo verde, allá flotando o acá abajo tendido sobre el pasto. se empieza a llorar. qué fácil.
texto: juan carlos garzón
fotografía: dr. góngora
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